Los pensamientos profundos han vuelto. Menos mal. Empezaba a creer que tendría que recurrir a algún profesional de estas cosas de la cabeza o, en su defecto, a alguna secta. Ya estaba agonizando en el sofá pensando en lo que no pensaba mientras veía otro de esos aburridos resúmenes deportivos. Temblaba de pavor, echándolos de menos. Pero ahora ya vuelvo a nadar entre gaviotas desterradas, aunque sólo yo sepa lo que es eso. Y para qué sirve.
Es una buena terapia contra el estrés, el dejarse llevar por esos pensamientos hasta altas o bajas horas de la madrugada. Es una cura del alma, un buen examen de conciencia y una ducha de sinceridad sin bótox, todo a la vez. Y uno se siente como un niño, mecido en la cuna, efervescente con las sensaciones que le invaden. Embriagado de poder e inofensivo hasta la medula.
Son como la fotografía difusa de las imágenes de tu alrededor, esa que te da la impresión de que está borrosa, aunque nadie más se dé cuenta. La misma instantanea de un dedo tatuando un corazón en el vaho de la luna del coche mientras los Beatles suenan al ritmo de las gotas de lluvia que amenizan el ambiente. Son las imágenes que quedan grabadas a fuego por todas partes, componiendo una sinfonía de recuerdos imborrables, las que dan paso a pensamientos para el olvido. No sea caso que vayan a perderse y no encuentren el camino a casa.
Pero sé que aunque se pierdan, siempre acaban volviendo. El olvido no sería lo mismo sin ellos. Siempre vuelven, cuando menos te lo esperas. Como todo. Todo vuelve cuando piensas que no es posible. Incluso cuando no quieres, vuelve. Y luego arde, y ni siquiera las discusiones con las almohadas que te acompañan es tus dulces sueños son capaces de exhalar un anhelo de esperanza para poder lidiar con todo. O con algo, almenos. Todo vuelve y, a veces, ensombrece el camino de tal manera que es como luchar a pelo contra un tsunami. Aunque en realidad, la oscuridad que lo envuelve todo no es más que una luz cegadora que tampoco te deja ver. Con la diferencia de que la luz no te deja abrir los ojos y ver lo que no quieres ver.
Pero al final, lo que importa es quedarse con los pensamientos y no tener que elegir entre los buenos y los malos. Tal vez valgan ambos. O almenos, me gusta pensarlo así. Al fin y al cabo, buenos o malos te acompañan y te abrazan a lo largo del camino, y siempre puedes sacarles algo bueno. Por malos que sean.
No es un orgullo.
Ni siquiera un consuelo.
Pero lo quiero así.
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