El otro día me llamó una sirena, preocupada porque su canto había enloquecido a medio mundo sin ella querelo. Le tuve que explicar que es frecuente que hasta los lobos de mar con más tablas puedan quedar prendados ante algo así. Pero no sé si llegué a convencerla ni un ápice.
Es normal que esté así; viviendo en el fondo del mar, todo está oscuro. A veces, pequeña, hay que salir a la superficie y echar una ojeada a tu alrededor. Y aunque te parezca que estás sola en medio del océano, si te fijas verás que hay más de una sólida roca, viajera tal vez, a la que poder asirte. Úsalas. Igual te sorprendes al encontrar a sus misteriosos habitantes cantándote a ti para variar; para que olvides, aunque sea sólo por un momento, la oscuridad del fondo. Más de uno querrá y podrá acompañarte hasta la siguiente estación. No tienes más que seguirlos.
No sufras más si te tropiezas con tu propio aleteo. En el peor de los casos, puedes abandonar por un tiempo las frías aguas, calzarte unas all stars y entrevistar a quien te encuentres por la vida. Y te darás cuenta de que tus cantos no suenan solos, de que cualquier susurro te puede hipnotizar y llevarte a donde tu quieras ir, no donde te quieran llevar los gritos desesperados. No los escuches porque no sirven para nada más que no sea hundirte en el agua y no dejarte soñar. Y soñar con caminar es el más dulce sueño de cualquier sirena. Siempre hacia adelante.
Y si aún así no amanece, no te preocupes. Yo he descubierto en mis viajes siderales que incluso de noche puede salir el sol para acariciarte un rato e iluminar, mientras te haces la dormida, tu sonrisa perdida. Cógela con fuerza y no la dejes escapar. Una sirena sin sonrisa es como una noche sin luna; bonita, sí, pero sin esa inspiración que te vigila y te cuida en medio de la noche.
Sonrie.
Te sienta mejor que llorar.
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