Es él quien idea los finales en los que todo acaba bien y chico y chica se funden en un abrazo y en un redundante beso, como no, de película; la realidad es diferente. Muy diferente. Si no fuera así, los programas del corazón estarían repletos de historias de lo más inverosímiles sobre gente para quien, cuando todo estaba perdido, hubo un final como Dios manda: de película.
El guionista nos inunda los ojos con pornografía sentimentaloide e, idiotas de nosotros, compramos el pack completo para, acto seguido, descubrir que le faltan piezas y que has pagado con la vida por un cuento inconcluso.
Ese mismo guionista es el que nos vende una oferta de dos por uno en ilusiones frustradas que hacen que algunos corazones acaben agotados de tanto latir porque sí; y cansados de esperar una absolución que siempre tarda en llegar. Eso si en correos no se equivocan y se la mandan a otro.
Nos tiende una alfombra roja de sentimientos en donde sólo puedes estar como espectador, sin voz ni voto ni nada importante que hacer, porque no te han mandado la invitación ni un triste pase VIP. O sea, que no eres bienvenido. Por mucho que quieras entrar, no vas a poder. Pero no te preocupes; al final dejarás de insistir, porque aunque la paciencia es una virtud, no es infinita.
¿Qué preguntabas? Ah, sí, por el amor. Casi se me olvida. El amor es un juego para dos, en el que jugar sólo es tan absurdo como irte al cine sin acompañante e intentar saber quien es el malo de la película.
Y duele.
Mucho.
Lo suscribe un puto idiota incorregible.
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