miércoles, 8 de diciembre de 2010

Comodidad

Arrancado de la paz por un extraño sentimiento. Extrañado. Sorprendido. Aletargado y descolocado, sin saber donde te encuentras, pero con esa extraña sensación de que va a pasar algo. De que la guerra está preparada para ver la tenue luz de la noche.

Tu cabeza dicta unas premisas que el sentido común te obliga a cumplir. Tu corazón interrumpe el orden establecido con un golpe de estado que revoluciona todo tu cuerpo. Tu juicio resiste, pero el corazón es más fuerte. El estómago se esfuerza en ser visceral y se alía con la mente en un vano intento de resistencia ante el insurrecto músculo que se siente fuerte en cada latido y lleva la sangre a ebullición hasta que la sientes navegando por las venas a punto de estallar. La sensatez suplica por un ápice de orden en la anárquica sublevación de unos sentimientos que acaban por invadir todos los territorios neutrales. La resistencia intenta hacerse fuerte, lanzando mensajes de esperanza a una población que ya ha claudicado ante la fuerza imparable de la rebelión.

Rezas por un mensaje tranquilizador que no llega y gimes en la cama como un niño al que no han arropado y clama por una pizca de justicia. Te levantas otra vez y vuelves a caer, postrado de rodillas ante el ciclón de una revuelta que sigue su triunfal marcha pavoneándose por haber vuelto a vencer en la batalla.

Bandera blanca. Fin de la guerra. Prisioneros de guerra, encerrados a pan y agua por haber tratado de ser lógicos y convencer con pequeñas dosis de cordura a la incorregible vorágine de sentimientos despilfarrados por un corazón que quiere seguir teniendo su comodidad asegurada. A interés fijo.

La condena parece eterna. Cualquier atisbo de realidad se torna gris ficción en un cielo cerrado por la tormenta que está al caer.

Ya ha empezado.

Ya caen las primeras gotas.

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