Los pilares que sostienen tu existencia son capaces de arrancarte el alma desde dentro de tu corazón, sofocando tus gritos de dolor y convirtiéndolo en un aullido inaudible, ahogado en su propio llanto. Los fantasmas se pasean escondidos tras espaldas bañadas en mentiras, abriendo los ojos tanto que absorben toda la luz que gira a su alrededor, dejándote sumido en la penumbra de tus recuerdos olvidados.
Cierro la puerta y se hace la luz, durante un rato. Me aburro de hablar solo. Cada noche la misma programación absurda tras el prisma de una botella medio vacía y un cenicero que no deja de humear, mientras me desvanezco y los monstruos toman posesión del territorio desértico en el que habito y que abandono sin atrición.
Va a pasar algo. Seguro. Preparan una invasión sin preaviso; ya están bajando los interruptores y ultimando los detalles. Tienen las barricadas listas, una cárcel sin barrotes de la que no se puede huir y tenedores de plástico clavados en tu espalda, señalando a la víctima que está por llegar. Tu infierno particular, articulado a tu manera, con todas las incomodidades de serie y posibilidad de pagar a plazos, gastos de escritura incluidos.
Sin escape, derribado, agotado y sin aliento. Y con un corazón disfrazado de superhéroe en horas bajas que se anima solo los días pares para salvar unas barreras autoinfligidas que no siempre puedes saltar. Y que muy a menudo te dan en la cara y te parten en dos. Ya dividido, te enfrentas a dos caminos paralelos con diferentes paisajes y un análogo final: comprender. Llegados a este punto, puedes, tranquilo, dar con tus huesos en el duro asfalto, estar agradecido por no estar más muerto y levantarte, para seguir buscando.
Si lo haces bien, siempre puedes encontrar un pedazo de cielo en la tierra.
Y algún que otro ángel.
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