Vale. No mentiré. Algunas caras son las mismas. Las mismas que a veces muestran tener la misma sensibilidad que un saco de cemento. Pero la mayoría son pasajeros de un movimiento que no para y que convierte en inútil cualquier esfuerzo de escapar de él. Son caras que fingen esos buenos sentimientos que nos llevan a mentir constantemente y a mostrar que la verdad está tristemente sobrevalorada. No buscamos la verdad, sólo que no nos mientan más. Que la tristeza que a veces nos invade sea vista como tal, sin sombra de ojos ni lápiz de labios. Sin más. Que no pase por alto. Que no se disimule. Que no me llames luego, si es ahora cuando necesito hablarte. Luego, igual no me apetece. Luego, siempre es tarde.
Caras que se repiten cada día. En la calle, en el trabajo o en los sueños que te persiguen. Se convierten en pesadillas y te despiertan a medio camino de un infarto, dejándote tumbado sobre la cama, mirando al techo y preguntándote que has hecho mal esta vez. Qué ha cambiado desde la última cara, o qué no ha variado, para que sigas volviendo a una casa vacía. Como viene siendo ya una maldita costumbre.
Y no puedo dejar de mirar esas caras, en busca de una respuesta, escudriñando tus ojos para ver si hoy sí me cuentan algo nuevo. Los míos te parecerán oscuros, lejanos. Tristes. Es porque están cansados de buscarte y no verte.
Y yo también.
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