No encuentro el reloj. Sí, el reloj, ese pequeño instrumento tan inútil durante las vacaciones como indispensable durante el resto del año. Seguramente será síntoma de la llegada del final del verano y quizás sea que no quiero encontrarlo. Pero me hace falta, aunque sólo sea para cronometrar el tiempo que tardo en perder las grandes aptitudes adoptadas en las últimas seis semanas.
El caso es que creo recordar que lo metí en el cajón de las corbatas, pero por ahí no aparece. Las he sacado todas de su sitio, he aprovechado para deshacerme de las más grotescas - esas que te regalan por Navidad y no usas nunca - pero el reloj no sale. No lo hallo. Es desesperante. Incluso he llegado a pensar en ponerle una correa al despertador, por si llega el día que sea y necesito saber cuanto queda para recuperar las asignaturas que me quedaron pendientes para Septiembre. Por suerte, las tengo claras, y superadas. Pero, dónde estará el reloj.
Estoy empezando a imaginar el caos del primer día de trabajo sin poder controlar el tempo, perdiendo el control y los nervios. Y blasfemando contra Kronos. Si es así, imagina el segundo día: reinará la anarquía y acabaré volviéndome nihilista, o algo peor. Tertuliano de televisión, por ejemplo. Tal vez sea muy melodramático, y sí, puedo preguntar la hora a alguien, o hacer lo que todo urbanita del siglo XXI que se precie es capaz de hacer: mirar la hora en el móvil cada dos minutos, aprovechando la ocasión para mostrar las virtudes de ésta su última adquisición del programa de puntos.
Pero yo necesito mi reloj. No sólo por el vínculo emocional que me une a él, ni porque, modestia a parte, no sea precisamente un Casio de última generación del tenderete de Ahmed en la playa. Me hace falta para ese ritual especial en el que llego al trabajo, me lo quito y lo suelto encima de la mesa, estrategicamente posicionado en dirección sur-sureste, para poder comprobar que llego tres minutos tarde, y controlar cuanto tiempo queda para salir del edificio a fumar de una calada toda la nicotina que puedan soportar mis seguramente enfisémicos pulmones.
Yo que quería empezar el curso con buen pie, y no va a poder ser si no encuentro el reloj. Todo el mundo estará contento: los niños con maletas y estuches nuevos gracias a los corticoles, los funcionarios con sus incómodas sillas pseudo-ergonómicas gracias a las cuales podrán coger una temprana baja por los fuertes dolores de espalda. Y alguno que otro habrá feliz, porque ha vuelto a empezar la Liga. Y yo sin saber donde está el reloj.
Podría preguntarle a mi madre, que a pesar de vivir en la otra punta de la provincia, seguro que tiene una de esas respuestas que caracterizan a toda madre: Has mirado en el sitio donde lo dejaste? Sí, mamá. Pues vuelve a mirar, porque sólo no se va a ir de paseo. Lo peor es que lo haces y lo encuentras, y te preguntas si realmente tu madre es un ser superior o es que ha empezado a poner cámaras ocultas por tu propia casa para controlarte a distancia.
Pensándolo bien, puede que lo encuentre bajo la avalancha de cartas que me he negado a abrir ultimamente y que han ido formando una perfecta pirámide de aspecto incaico sobre la mesa. Podría empezar por ahí, aunque únicamente sea por aquello de descartar opciones, y así, de paso, veo si hay alguna carta realmente importante y no solo facturas. Luego seguiré por los cajones del congelador que, como están vacíos como siempre que vuelves de vacaciones, serán fáciles de registrar. Y ya quedarán menos.
Tal vez deje para el final lo de volver sobre mis pasos hasta el cajón de las corbatas y levante la última que me dejó mi padre, de un aire totalmente ochentero, bajo cuyo sospechosamente abultado pliegue está el maldito reloj, exactamente en el mismo lugar donde lo dejé.
Pero mientras, buscaré por otros lares, empezando por el mueble-bar, que siempre me tiene guardada alguna que otra alegría.
Como las que encuentro cuando menos me lo espero.
Donde menos me lo espero.