Después de planificarlo todo hasta el más mínimo detalle, o por el simple pálpito que me dió un día al levantarme y darme cuenta de que, inevitablemente, lo que más quería era estar en el cielo, me puse manos a la obra. Cimientos fuertes, materiales de calidad, ascensores y escaleras mecánicas. Incluso un duty free y varias máquinas expendedoras, que la torre íba a ser alta de cojones y te podía entrar hambre en cualquier momento.
Mientras iba levantando plantas, subiendo paso a paso, el cielo se iba viendo cada vez más cercano. Hasta en algún momento, alguien desde arriba bajaba la mano y me acariciaba el pelo, como dando ánimos para seguir subiendo, mostrando la proximidad de la linea de llegada. Y yo mostrando mi mejor sonrisa y mi mayor alegría, por aquello de ir bien arreglado ante un evento de tales características.
Y se vino abajo. Cuando menos lo esperaba. Cuando más cerca estaba. Un suspiro contra la ventana y adiós. Velocidad terminal. El eco de una lágrima. Y silencio.
Me quedé tumbado, mirando hacia arriba, escuchando las voces de quien no se habia dado cuenta del estruendo que había generado el derrumbe. Dolorido. Exhausto. Cansado. La caida fue dura. Cuando caes así, se te quitan las ganas de volver a subir; no por si te caes otra vez. Las caídas son algo implícito en la existencia humana. Se te quitan las ganas porque duele estar tan cerca sabiendo que no vas a llegar. Y seguro que volveré a tener los huesos enteros y (casi) todos los músculos en forma, y tal vez incluso se me ocurra construir una escalera hasta la cara oculta de la Luna. Pero hoy no.
El cielo puede esperar. El cielo debe esperar.
Porque yo me rindo.
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