Si esto fuera un blog normal, ahora seguiría escribiendo sobre derechos de autor y culpabilidades varias. Pero para desgracia de algunos, no lo es. Así que me olvido de los derechos de autor, que tampoco me interesan tanto, y me centro en la culpa.
De todas las preguntas que me hacen a diario algunas gentes, incluidos varios de mis alumnos, hay una que siempre me hace sentir como si me estuvieran retorciendo los cojones: De quien es la culpa? Sí, sí, tal cual.
Veintidós millones setecientas mil entradas en Google, en sólo 0,29 segundos. Y seguro que han omitido resultados por culpa de alguien. Me centro en las citas célebres, que también hay unas pocas y en ninguna intentan venderte un curso práctico de superación personal. A ver. Cuando la culpa es de todos, la culpa no es de nadie, Concepción Arenal. Mis jefes discreparían, seguro. Sigo leyendo. Los sentimientos de culpa son muy repetitivos, se repiten tanto en la mente humana que llega un punto en que te aburres de ellos. El bueno de Arthur Miller. Me pregunto como se casaría con Marilyn. Quizás esto lo dijo tras el divorcio. Me centro.
Esta es buena, pero la dijo un santo, y ahí mejor no me meto. Buf. Mejor se puede disculpar el que se muere de miedo, que el que de miedo se mata: porque allí obra sin culpa la naturaleza; y en éste, con delito y culpa, el discurso apocado y vil. Y esta vez yo me pregunto porqué con Quevedo se hace todo más elegante, más poético y, sobretodo, más complicado. Aunque si de complicar se trata, Rosseau. Si acaso, vuelva usted mañana. Llevo ya una buena sobredosis de pensamientos profundos como para pensar en él. O con él. Qué coño, está muerto.
Hay un remedio para las culpas. Reconocerlas. A quien le interese, que busque en la wikipedia la vida del tal Grillparzer, a mi no me apetece ahora. Esta de Anaxágoras es buena. No es que sea una culpa pura, pero es buena. La guardo para luego.
Llevo unos 30 minutos delante de la pantalla y no me acuerdo a quien le habré echado la culpa por haberme hecho salir de la cama, echarle whisky al hielo y algo raro al cigarro, y haberme tele-transportado frente al ordenador para darle rienda suelta a la CPU. Ahora el hielo vuelve a estar huérfano, el cigarro ha pasado a muy mejor vida, y yo sigo sin saber de quien será la culpa de que mañana me pregunte porqué acabé hablando de tanta culpa, si nunca es de nadie. Aunque de algo estoy seguro. Lo que realmente no me dejaba dormir, ahora me importa menos, por lo menos hasta dentro de un rato. Hasta que se me pasen los efectos de los sedantes contra la mala hostia que me he tomado, sin la preceptiva receta médica. En realidad, me da igual. Me vuelvo a la cama, a ver si ahora hay más suerte y no encuentro ni culpas ni culpables. No al menos sin un buen abogado.
Casi se me olvida.
La frase.
La primera vez que me engañes, será culpa tuya; la segunda vez, la culpa será mía.