Desde ese día, me estoy planteando permitir que mi móvil se declare en huelga. Que haga carteles con post its, con algún eslogan escalofriante reclamando la abolición de la esclavitud y un fin de semana libre al mes para poder tener algo de vida social y relacionarse con otros teléfonos. PDAs abstenerse.
Si es que hasta no hace mucho, era muy frecuente encontrarte con algunas zonas donde no era posible tener un mínimo de cobertura y los pobres móviles podían descansar un rato. Pero hoy, mires donde mires, los teléfonos están sobre-explotados, no se alejan de las orejas o las manos de sus propietarios ni para cargar la batería. No les dejan descansar. Y la culpa debe ser de las tarifas planas.
Yo los entiendo. Cogen el metro, si no hay más remedio, y cuando están en ese momento de relax en el que pueden dedicarse a leer, escuchar música u observar el extraordinario toque sensual del bluetooth del asiento de enfrente, llega una llamada entrante. Además de tener que soportar la canción hortera de moda que el hortera de su propietario ha obtenido mediante descargas ilegales, tiene que aguantar que el susodicho le pegue gritos a su interlocutor a través suyo.
O peor aún. Se van al cine, y no pueden estar por la película porque los sms van que vuelan. Malditas campañas de mil mensajes por diez euros. En el momento más interesante, justo cuando los protagonistas están a punto de iniciar un fugaz e irrepetible intercambio de fluidos, alguien quiere saber donde está y que está haciendo el inconsciente titular de la línea. Y los pobres móviles se ven obligados a iluminar la oscuridad de la sala con la verdosa o azulada luz de su pantalla.
Y así, en todas partes. Coches, hospitales, aulas de enseñanza, dormitorios o cuartos de baño. En plena caravana, provocando interferencias con las máquina de rayos-x, interrumpiendo las lecturas del personal docente, coitos o baños relajantes. Algún día tenían que explotar y rebelarse contra los dedos opresores que torturan su pantalla táctil con golpes histéricos y destruyen su diccionario interno con abreviaturas imposibles.
Es por todo esto por lo que me veo en la obligación moral de romper no una, sino varias lanzas en favor de ellos. Tengo que solidarizarme. Debo conseguir que quien pasea a mi lado deje descansar su teléfono durante un rato, que las relaciones humanas, sean humanas, y no con un aparato que, qué coño, necesita un descanso de vez en cuando. Hay que lanzar todas las campañas posibles, por una vida más digna para tu teléfono. Por una jornada laboral reducida, descuentos en la compra de accesorios y una rebaja ostensible en los precios de los politonos.
Por cierto. La llamada de antes, la de las buenas noticias, acabó en una celebración con varias cervezas frías y algún que otro cilindro canceroso adulterado.
En persona. Como debe ser.
Ui, casi se me olvida apagar el móvil.